En "Jungla de Cristal III, la venganza" (John Mctiernan, 1995) el credo del samaritano Zeus Carver, encarnado por Samuel L.Jackson rezaba: -¿Quienes son los malos? -Los chicos que llevan droga, - ¿Quienes son los buenos? Nosotros. -¿Quién nos ayuda? Nadie. -¿A quien ayudamos? A nosotros mismos. -¿Quien no queremos que nos ayude?. El hombre blanco.
El bueno de Zeus es un tipo honrado que aprovecha cualquier situación para convertirla en una cuestión
racial, con el blanco como centro de todas las iras, exteriorizando el
resentimiento convencido y heredado de sus antepasados.
En “Django Desencadenado”, Samuel
L.Jackson interpreta al que pudiera ser perfectamente el tatarabuelo de Zeus,
Stephen. Lejos de manifestar el odio profundo por el blanco que lo somete,
Stephen se encuentra en las antípodas de lo esperado. Goza de privilegios y
está acomodado en un sistema que subyuga a los de su clase. Zeus nunca habría
imaginado un comportamiento así en un antepasado, como tampoco el espectador
espera la irrupción del que probablemente sea el mejor personaje de Samuel
L.Jackson en años y uno más a engrosar la lista de protagonistas memorables en la
carrera de Quentin Tarantino, autor capaz de alterar con total libertad y falta
de prejuicios ideológicos las páginas de la Historia norteamericana hasta
encrespar al mismísimo Spike Lee.
Pero el traidor negro Stephen no
es el único. En “Django Desencadenado”, Tarantino hace de la aguda composición
de personajes uno de los grandes fuertes de su western referencial. King Schultz
y Calvin Candie y en menor medida, Django, son, junto a Stephen, grandes logros
a la altura de Stuntman Mike, Shosanna Dreyfus, Hans Landa, Mr. White, Jules
Winnfield o The Bride. Personajes memorables sobre los que recaerá el devenir
de la historia, un buen cúmulo secuencias poderosas y confesiones marca de la
casa, características sobre las que se estructura la cinta de Tarantino, el
cual utilizará el marco de los años previos a la Guerra de Secesión y el
sistema de esclavitud como excusa para elaborar otro de sus juguetes lúdicos
con los que hacer disfrutar al personal y de paso deconstruir sus géneros
predilectos.
“Django desecadenado” es otro
divertimento desinhibido y travieso, en el que a diferencia de los títulos anteriores de la carrera de Quentin,
no será la venganza la que se establezca como la impulsora de la acción, y sí una
mitología de princesas y dragones, de fortalezas que esperan un héroe que
rescate a su amada. La leyenda de los Nibelungos, adoptada por Tarantino en su
película hace, por primera vez, del amor la clave de su viaje por el medio
oeste, y de Django (Jaime Foxx) su primer héroe a ojos del esclavo y del
espectador. La figura prohibida de un negro montado a caballo y su bello
objetivo de nombre Broomhilda (Kerri Washington), se rinden, sin embargo, ante el
poder en pantalla del cazarrecompensas alemán y el dueño de la plantación Calvin
Candie (un excelente Christoph Waltz y un desatado Leonardo
Di Caprio) cuyos momentos compartidos se instalan como lo más destacable de una
película cuya anarquía le permite mezclar a James Brown y 2pac con Ennio
Morricone, a Jerry Goldsmith con “Le llamaban Trinidad”, a “Mandingo” con
“Sillas de montar calientes” y al Ku Klux Klan con la comedia más absurda y
desternillante. Una anarquía que se denota en su extenso metraje, síntoma inequívoco
de que Tarantino disfruta mezclando y agitando el western y el blaxplotation en
cada paseo ecuestre, en cada habitación de Candyland, en cada diálogo sobre
mandingos y esclavos, tal y como hizo con el género bélico en “Malditos
Bastardos” o con las artes marciales en “Kill Bill”. Y nosotros con él, sometidos
a su habilidad para hacer de la cultura pop y el subgénero cinéfago un cóctel
de lujo tremendamente adictivo.
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