Un cuerpo femenino completamente
desnudo se pasea por una caótica habitación en la que sobreviven algunos restos
de cocaína perfectamente alineada, paquetes de cigarrillos y botellas de
alcohol semivacías. Las pruebas de una noche sin límites que precede a una
nueva jornada sobrevolando el aire para el piloto Whip Whitaker (Denzel
Washington) y la azafata Katerina
Marquez (Nadine Velázquez).
No apostaríamos nada a que
semejante arranque pudiese pertenecer a una película del siempre decoroso,
Robert Zemeckis, director cuya carrera ha oscilado entre el cine de
entretenimiento comercial (“Regreso al futuro”, “La muerte os sienta tan
bien”), la predilección por la renovación técnica y visual (“¿Quién engañó a
Roger Rabbit?”, “Beowulf”) y el drama de buenas intenciones (“Forrest Gump”,
“Naufrago”), pero sin embargo, Zemeckis se muestra especialmente explicito y
llamativamente coherente con la historia de un piloto de aviones adicto a la
bebida y a las drogas en lo que supone ser su película menos complaciente con
la extrema corrección del género norteamericano que Zemeckis perpetuamente ha
frecuentado.
“El vuelo” se mueve con valentía entre
el drama de destrucción personal por parte de un formidable Denzel Washington y
el dilema moral entre la heroicidad y la imprudencia de los actos. El libreto
original de John Gatins (nominado al Oscar) transfiere a un personaje con
evidentes taras emocionales la carga de una responsabilidad, explorando los
límites de la conducta, la estrecha línea entre la seguridad y la temeridad. Washington
entiende que la trascendencia de la película está en la perfecta composición de
un personaje tan sólido como quebradizo, orgulloso y debilitado y completa un
trabajo sobresaliente capaz de engrosar la lista de seres cinematográficos vencidos
por las adicciones que un día comenzaron gente como Ray Milland, Frank Sinatra.
Jack Lemmon o Nicolas Cage.
El poderío narrativo de Zemeckis
queda demostrado en la espectacular secuencia del accidente de avión que
desencadena todos los hechos posteriores de una película que encuentra sus
mejores momentos en la íntima soledad de una habitación y una pequeña botella
de vodka, en un improvisado diálogo en las escaleras de un hospital. Pero, a
pesar de que sus personajes no paren de fumar (algo que el cine americano ha
omitido de un tiempo a esta parte), que agoten botellas de cerveza en una abrir
o cerrar de ojos o se inyecten heroína para superar el mono en pantalla, el
drama de “El vuelo” no logrará eludir en su tramo final las inevitables dosis
de moralina inherentes al cine norteamericano, su querencia por la honestidad
del ser humano, por la superación personal, rebajando así las dosis de
atrevimiento con las que el director de “Contact” sorprende en uno de sus
trabajos de mayor cohesión y gravedad de su carrera.
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