Son las ojeras, esas bolsas de
cansancio acumuladas bajo los ojos, las que delatan la ansiedad de Jasmine.
Presuponemos, por sus maletas Louis Vuitton y sus chaquetas de Channel que ha
vivido tiempos lujosos pero ahora se encuentra experimentando necesidades
económicas, incapaz de canalizar el nuevo estado adquirido e inmersa en el
desamparo personal y emocional que desemboca en el drama físico. Por eso busca
techo en casa de su hermana, Ginger, arquetípico personaje de escaso
coeficiente intelectual al que Woody Allen siempre le gusta recurrir cuando de
hallar la comedia se trata.
Sobre esa convivencia forzosa y
antinatural entre dos personajes contrapuestos en sus status sociales se
estructura “Blue Jasmine” un afilado retrato tragicómico sobre la codicia, la
suntuosidad, las apariencias y la abundancia como medio de vida frente a la
ignorancia y la falta de aspiraciones, en tiempos de Lehman Brothers, Bárcenas,
primas de riesgo e intervenciones varias.
“Blue Jasmine” funciona a varios
niveles; Allen señala con cierta sorna las causas del estado de crisis en que
nos encontramos, incide en las falsas apariencias del burgués acauladado
(siempre en el punto de mira de Allen y si no recordemos al Hugh Jackman de
“Scoop”), disfruta de la comedia que nace del choque de clases para lo cual
dibuja unos secundarios que bordean la caricatura del “barriobajero estándar”
(gran trabajo de Sally Hawkins, Bobby Cannavale y Andrew Dice Clay), y elabora
el melodrama sobre la figura miserable y compleja de un personaje femenino,
género al que siempre ha mimado con sus mejores y más absolutos personajes
protagonistas el director y guionista neoyorkino.
Tan culpable como victima del lujo en que vivió es la Jasmine que encarna con una suficiencia y seguridad aplastante Cate Blanchett. Personaje mezquino e inseguro, lleno de taras emocionales, frágil hasta la compasión y odioso en su superficialidad y su carencia de escrúpulos es esta mujer florero orgullosa de serlo que tiene que enfrentarse a una vida sin mantenimiento conyugal. Incapaz de soportar su nuevo entorno e incapaz de sobresalir por si misma en cualquier faceta para con la sociedad, la Jasmine French de Cate Blanchett es un ser deteriorado y vencido cuyo único refugio íntimo es el vodka y los antidepresivos, algo que el rostro progresivamente erosionado y el contenido histerismo que desprende la actuación de la australiana convierte en oro puro, aportando quilates a un título que fácilmente puede situarse por encima de otros trabajos recientes de Woody Allen, un director que a sus 77 años todavía es capaz de sacarse de la manga un personaje hecho a la medida del premio Oscar y que enriquece a un título más gratificante que la media.
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