Wert
en su casa. En pijama, viendo la gala. Alegre de no haber asistido. No por los
(bien merecidos) ataques frontales de la industria del cine hacía su persona
sino por haberse ahorrado la que puede ser fácilmente considerada como una de
las galas más anodinas y desafortunadas de su historia.
Anodina porque Manel Fuentes, como maestro de ceremonias, no
encontró el humor, las maneras, el carisma o el tono en ningún momento de la
noche a pesar de reconocer que en su monólogo inicial que estaba allí para “amenizar
la fiesta”.
Desafortunada porque como plataforma publicitaria del cine español en prime
time la gala provocó el efecto contrario, desaprovechando por enésima vez la
oportunidad de mostrarse como una industria con todos los detalles cuidados al
máximo y en condiciones de exigir mayor atención.
Números
musicales repetitivos y desganados. Wert en boca de todos y como chiste fácil y
recurrente desde apenas el minuto 1 de la gala. Presidentes de la Academia con apuntes
traspapelados y discursos atropellados. In Memorians con fotos de profesionales que todavía no ha muerto. Brujas de “zugarraMUNDI”. Premios
honoríficos convertidos en batallitas de burdeles. Realización televisiva
vetusta e inexistencia de feedback del público con respecto a la ceremonia (si
a la propia Academia como espectadora muestra desinterés por la gala, ¿a quién
le va a interesar?).
Alex
de la Iglesia fue, en su mandato, el único capaz de solicitar esa “autocrítica” tan necesaria al
cine español antes de exigir responsabilidades ajenas pero el director vasco
salió escaldado de la capitanía de una industria incapaz de reconocer sus errores.
En
un año con la peor recaudación de los últimos tiempos, una cosecha de buenas
pero no grandes películas, y abusos políticos por diversos frentes, lo que
menos necesitaba el cine español era una gala de Premios Goya desidiosa como la
de anoche. La sensación es que la industria de nuestro cine va a la deriva y que aparenta poco apetito y escaso animo
por abandonar su inercia perdedora.
Un poco hastiados, pues, de empezar la crónica habitual de los Goya enumerando los males y/o errores de esta ceremonia (e inherentes al cine que representa) y cuya solución parece clara y a la vista y tiene nombre(s) y apellidos (Joaquín Reyes, Julián López, Ernesto Sevilla, Carlos Areces y Raúl Cimas) miremos única y exclusivamente a la razón de ser de los Goya, sus películas.
De
entre sus 27 largometrajes de producción española nominados en esta 28 edición de
los premios Goya, 2 fueron los grandes triunfadores de la noche, “Vivir es
fácil con los ojos cerrados” de David Trueba y “Las brujas de Zugarramurdi” de
Alex de la Iglesia.
La
agradable y vitalista comedia del menor de los Trueba sobre el empeño de un
profesor de inglés en los años 70 por conocer a John Lennon durante el rodaje
de su película “Como gané la guerra” de Richard Lester en Almeria, lograba 6 Goyas
incluyendo el de Mejor Película.
Nominado
por primera vez en 1996 por el guión de “Los peores años de nuestra vida” y
tras acumular 9 candidaturas sin recompensa (Alejandro Amenabar por “Tesis” le
arrebató el Goya a Dirección Novel el año de “La buena vida” o Iciar Bollaín el
de Mejor Dirección el año de “Soldados de Salamina”), David Trueba era por fin
reconocido por la Academia con las dos primeras estatuillas de su carrera,
Mejor Dirección y Mejor Guión Original, que él agradeció pronunciando los
mejores discursos de la velada, animando y aumentando las dosis de inteligencia
y sensatez de la gala.
Su mala racha truncada se hizo extensible a Javier Cámara, que desde que debutara en esto de las nominaciones en 1999 como actor revelación por “Torrente el brazo tonto de la ley” (el Goya se lo quitó, incomprensiblemente, el tal Miroslav Táborský por “La niña de tus ojos”) había reunido 6 nominaciones. Cámara, luminoso y eficaz, como siempre, por su papel de entusiasta maestro y fan de Los Beatles, conseguía un premio largamente acariciado en un año donde la interpretación de Antonio de la Torre por “Canibal” era “carne de premio”.
Su mala racha truncada se hizo extensible a Javier Cámara, que desde que debutara en esto de las nominaciones en 1999 como actor revelación por “Torrente el brazo tonto de la ley” (el Goya se lo quitó, incomprensiblemente, el tal Miroslav Táborský por “La niña de tus ojos”) había reunido 6 nominaciones. Cámara, luminoso y eficaz, como siempre, por su papel de entusiasta maestro y fan de Los Beatles, conseguía un premio largamente acariciado en un año donde la interpretación de Antonio de la Torre por “Canibal” era “carne de premio”.
Del
mismo modo, Natalia de Molina como Mejor Actriz revelación por delante de
Olimpia Melinte (fabulosa en “Canibal”) o la escasamente novel, Belén López por
“15 años y un día" (la preseleccionada española a los Oscar que se fue de vacío
de los Goya). Además la banda sonora del guitarrista de jazz americano, Pat
Metheny, era nombrada Mejor Música Original, internacionalizando las categorías
musicales de esta edición donde otro norteamericano, Josh Rouse, ganaba el
premio a la Mejor Canción Original por “La gran familia española”, película
ésta que siendo la máxima nominada con 11 candidaturas se tenía que conformar únicamente
con la estatuilla a la canción de Rouse y al trabajo secundario masculino de
Roberto Álamo.
La
otras grandes triunfadoras de los Goya fueron las brujas de Alex de la Iglesia,
director que siempre suele cargarse de Goyas técnicos cuando sus películas
entran en competición. Si uno echa un vistazo a las participaciones de Alex en
los Goya encontrará 13 premios técnicos acumulados a los que habría que sumar
los 8 conseguidos por “Las brujas de Zugarramurdi” que no tuvo rival alguna (“Zipi
y Zape” y/o “Grand Piano” no se vieron respaldadas por las nominaciones) en
categorías como Efectos Especiales, Sonido, Dirección de Producción o Montaje.
Además Terele Pávez ganaba el Goya a Mejor Actriz Secundaria que bien valía
como reconocimiento honorífico a toda una carrera profesional y a una vida de
dificultades en lo personal y que la
veterana actriz dedicaba visiblemente emocionada a su hijo.
Solo
“Canibal” de Manuel Martín Cuenca tuvo la osadía de arrebatar un premio técnico
a “Las brujas de Zugarramurdi”, el de Mejor Fotografía. Premio merecido pero
insuficiente para una muy buena muestra de cine como es la fría cinta del
asesino granadino.
La
película triunfadora de los nuevos premios “Feroz” y, probablemente, el olvido
más grave de estos Goya, “Stockholm” encontraba en el premio a Actor Revelación
a Javier Pereira una manera de pedir perdón por parte de la Academia por la
ausencia de la película de Rodrigo Sorogoyen en candidaturas mayores. El actor,
que de novel no tiene nada, mantuvo el tipo durante toda la pregala,
respondiendo con educación todas las veces que le preguntaron su pasado de niño
de San Ildefonso que cantó un Gordo de Navidad.
Por
su parte, Fernando Franco y Marian Álvarez ganaron dos de los premios más
incontestables de esta edición, Mejor Dirección Revelación y Mejor Actriz por “La
Herida”. Franco, montajista y nominado al Goya por el montaje de “Blancanieves”
se va con un Goya y con la sensación de poder haber logrado algún premio mayor
en la gala. Álvarez sigue la racha en los Goya de toda actriz premiada en el
Festival de San Sebastián.
Un reparto de premios equilibrado y bastante respetable para una edición algo descafeinada de la que conviene hacer autocrítica para volver el año próximo con la lección aprendida de una vez por todas y con energías renovadas. Esperemos que así sea.
Un reparto de premios equilibrado y bastante respetable para una edición algo descafeinada de la que conviene hacer autocrítica para volver el año próximo con la lección aprendida de una vez por todas y con energías renovadas. Esperemos que así sea.
0 comentarios