Que osadía la suya. Tom Hooper,
reluciente ganador del Oscar por la flemática “El discurso del Rey” decidió
adaptar a la gran pantalla el musical surgido a partir de la obra de Victor
Hugo, “Los Miserables”. Primer acto de fe. Segundo atrevimiento; lejos de explayarse
en un grandilocuente despliegue de diseño de producción que una obra así en los
tiempos que corren demandaba, Hooper acerca la cámara hasta su paroxismo, la
fija y la convierte en simple testigo de la interpretación de su reparto,
dejando de lado todo lo demás, parando el tiempo en el rostro entregado de sus
actores, ignorando que el musical puede ser también coreografía y exceso
cromático. Y eso, de primeras, sorprende. Porque de toda la vida hemos
entendido el musical como algo de desbordante dinamismo y energía y de repente
Hooper se retrotrae al periodo mudo del séptimo arte para decirnos que en la
expresividad de un rostro está la razón de ser de una película. Que el gesto y
la sola voz pueden condensar en si mismo toda la potencia y vigor que el género
suele garantizar.
No alcanzo a saber si Hooper ha
reinventado el género, pero desde luego ha conseguido que su mirada hacía él
luzca tan polémica y revolucionaria como una calle de Paris en pleno 1848. Para
ejecutar semejante idea hay que confiar mucho en el reparto. Y el reparto en ti.
Y el realizador británico lo hace. Otorga plenos poderes a Hugh Jackman, cuya evolución física
en la piel de Jean Valjean es admirable, ofrece a Anne Hathaway el “I dreamed a
dream” de Fantine en una secuencia para la historia, logra sacar el máximo
partido a la potente presencia en pantalla de Russell Crowe como Javert y se
permite descubrir el talento de promesas como Eddie Redmayne o Samantha Barks
(interprete de la versión teatral londinense). En su entrega y facultades está
el sobresaliente resultado final de “Los Miserables” consiguiendo hacer de
un largo primer plano y una interpretación vocal una inesperada pero perfecta
conjunción para un musical de probada grandeza.
Apenas encontraremos coreografías
en esta adaptación (el número de las prostitutas, el alivio cómico de los Thérnardier)
donde el contexto histórico y la escenografía quedan relegados a un segundo
plano, donde la oportunidad de elaborar una mastodóntica producción de las de
antaño se difumina con la obsesión angular de Hooper, (que intercala con unos menos
afortunados zooms que se multiplican en
su tercer acto, casual y alarmantemente parecido a la realidad social actual ) donde
toda la emoción recae en las entrañas dramáticas de sus actores. Habrá quien
tache a Hooper de director menor o pusilánime, pero en realidad estamos ante
una decisión de autor, controvertida, en efecto, pero de esas que se alejan de
convencionalismos y que además mantiene la coherencia con su propio cine, y si
no recordemos la ansiedad de Colin Firth ante el micrófono en “El discurso del
Rey”. También, cómo no, en primerísimo primer plano.
0 comentarios