Pocas veces se encontró el cine español con una película tan arrolladora y descompensada como “Balada triste de trompeta”, cargada de excelentes ideas magníficamente ejecutadas pero caótica y deshilvanada como pocas.
Con un comienzo brillante que incluye unos títulos de crédito escalofriantes que condensan en tan solo un par de minutos la historia de la España del siglo XX y que cobran todavía más fuerza con el tema musical de Roque Baños que lo acompaña, “Balada triste de trompeta” se inicia como mandan los cánones: guardando una estructura lógica, contando con un hilo argumental coherente y lineal; el de dos payasos, uno triste, el otro feliz, que esconden dos personalidades homicidas y trastornadas. La presencia de Natalia (una insuficiente Carolina Bang), la trapecista del Circo en que trabajan, provocará un enfrentamiento delirante y extremo entre los dos payasos (¿Alguien dijo “Muertos de Risa”?).
Mientras dura la historia de amor, muy “sui generis”, por supuesto, De la Iglesia se las arregla para introducirnos, sin que pestañeemos, en su universo, acoplando acontecimientos relevantes de la historia de España como telón de fondo (¿alguien dijo “Malditos Bastardos”?), haciéndonos cómplices de sus golpes de humor negro, de su gusto por la violencia y el exceso visual. La película funciona y atrae.
Sin embargo, “Balada triste de trompeta” es una cinta que te da y te quita. Desde la primera desfiguración payasil, la propia película se desfigura, alternando secuencias que vistas de manera independiente son poderosas pero que en conjunto adolecen de homogeneidad. Da la sensación de que el director vasco solo tiene buenos conceptos a filmar y pocos recursos para ordenarlos en un guión irregular que busca a través de la casualidad la integración de una secuencia con otra. La película, sin abandonar su fuerza plástica, se vuelve caótica en su segunda mitad hasta el punto de desubicar al espectador, que asistirá atónito al carrusel de violencia extrema, payasos deformes, guardias civiles, caudillos que cazan, atentados a presidentes del gobierno y canciones de Raphael que mostrados sin orden ni concierto alguno provocan la confusión y la anarquía en la sala para finalizar en un climax en la cruz de los caídos (¿Alguien dijo Hitchcock?) que roza el colmo de lo grotesco y lo inconexo.
Se podría afirmar que el payaso de la función no es tanto Carlos Areces ni Antonio de la Torre (tremendos ambos en sus entregadas interpretaciones) sino el propio Alex de la Iglesia capaz de ofrecer las dos caras de un clown; pintado y engalanado en su faceta de artista -el mejor en su especie-, y embrollado, excedido, perturbado en su desnudez, para, de nuevo, ofrecer un film tan vertiginoso, llamativo e inusual como desigual, lo que aumenta su nómina, cada vez más gruesa, de títulos fallidos. Títulos que no obstante contienen momentos únicos dentro de la cinematografía española, algo que es tan meritorio como insatisfactorio.
0 comentarios