Hablemos de Jordan Belfort.
Broker indómito. Extraordinario caradura. Una extensión amplificada del impostor
Frank Abagnale Jr. que el propio Leo diCaprio en “Atrápame si puedes” y que, al
lado de Belfort, es tan solo un mero aficionado. En realidad, Belfort está más
cerca de Tony Montana (“Scarface”), Henry Hill (“Uno de los nuestros”) o Sam
"Ace" Rothstein (“Casino”) pues comparte su origen modesto, su
ascenso vertiginoso, sus métodos abiertamente ilícitos y una feroz asimilación
del poder que se manifiesta en un desmadrado e indiscreto uso del dinero.

No deja de ser sorprendente que a
sus casi 72 años, Martin Scorsese, haya hecho su película más furiosa, salvaje
y arrolladora. Su carrusel de monólogos cara a cara con el espectador, de
aceleraciones y deceleraciones de cámara, imágenes congeladas, voces en off y
lujuriosos planos secuencia la convierten en heredera directa de las citadas
“Uno de los nuestros” y “Casino” más allá de sus amplias similitudes
argumentales. Pero si cabe, “El lobo de Wall Street” es más colérica y frenética
que aquel par de noventeras y modélicas cintas del género negro, puesto que
Scorsese antepone la montaña rusa de excesos provocada por Belfort a sus
métodos empleados para convertirse en un obsceno millonario (aunque se puede
averiguar en ella las causas y culpables de la posterior crisis económica
mundial).

Scorsese adora al personaje y a
su condición de alimaña humana y el personaje brinda al director de Little
Italy la posibilidad de llevar a su máxima el estilo y el talento tras las
cámaras. Una mimetización de narrador-sujeto sin precedentes. Jamás hubo una
película sobre el poder tan agresiva como esta. Jamás Scorsese se mostró tan
intenso y desatado como con “El lobo de Wall Street”. Un septuagenario imparable con ganas, a estas alturas, de juerga máxima. Como las que todavía le quedan a Jordan Belfort después de consumir todo lo consumible.
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