Joe Wright llegó para darle brío a la habitualmente academicista óptica del cine sobre el relato decimonónico para, de paso, establecerse como un virtuoso realizador empeñado en hacer del plano secuencia una seña de identidad. Lo que empezase como un diálogo bailado entre Keira Knightley y Matthew Mcfayden con una cámara que acompañaba sus acompasados movimientos sin pestañear, se transformó en un poderoso y bellísimo travelling que seguía el paseo de James McAvoy por la desolada orilla del mar de Dunkerque donde el doloroso canto coral de los soldados británicos se alternaba con la ejecución de unos caballos y el rodar rutinario de una noria sobre un manchado cielo gris. En un arranque de postmodernidad, Wright cambió la mirada inocente de “Orgullo y prejuicio” y la bélica de “Expiación” por el thriller europeizado en “Hannah” colando su cámara en un aeropuerto y realizando un trayecto sin cortes hasta la estación de un metro que suponía una nueva filigrana en su carrera. Ahora,Wright vuelve a su terreno predilecto, la adaptación de época, en este caso abordando la adaptación de la “Anna Karenina” de Leon Tolstoi, para con ella, dar un paso más en su arriesgada idea formal del cine.

Pero, ¿y la adaptación de Tolstoi?. Es inevitable que la historia de lealtad, pasión y clases que propone la obra del autor ruso quede relegada a un segundo plano por el personalísimo concepto visual de la película, sin embargo la narración consigue sobresalir por su ingente y majestuoso diseño de vestuario (premiado con el Oscar), por el ferreo dominio teatral de su guionista (Tom Stoppard, “Shakespeare in Love”), por la siempre inteligente presencia de Jude Law y por una acertada nomina de secundarios en la que Domnhall Gleeson (hijo de Brendan Gleeson y visto en el primer episodio de la segunda temporada de “Black Mirror") y Alicia Vikander (“A royal affaire”) son capaces de aportar naturalidad al relato secundario de la obra. Y es que en lo que al asunto principal se refiere, las idas y venidas románticas, adulteras y sociales de Anna Karenina (una Keira Knightley cuyos tics demuestran que lo de “Un método peligroso” no fue un simple desliz) y el conde Vrosky un Aaron Taylor-Johnson demasiado tierno para caber en su bigote y en su papel de seductor amante de la dama, la química brilla por su ausencia, lastrando el relato y repercutiendo sobre la fuerza de su melodrama y su lectura acerca de la fidelidad, el decoro y la hipocresía de la alta sociedad.
Si “Los Miserables” de Tom Hopper encontró en la austeridad de su puesta en escena una bofetada a sus intenciones, entonces “Anna Karenina” en su exceso formal debería encontrar la gloria…o es que acaso nos hemos instalado en la vulgaridad, haciendo bueno el famoso dicho de la virtud del término medio.
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