Hablemos de Jordan Belfort.
Broker indómito. Extraordinario caradura. Una extensión amplificada del impostor
Frank Abagnale Jr. que el propio Leo diCaprio en “Atrápame si puedes” y que, al
lado de Belfort, es tan solo un mero aficionado. En realidad, Belfort está más
cerca de Tony Montana (“Scarface”), Henry Hill (“Uno de los nuestros”) o Sam
"Ace" Rothstein (“Casino”) pues comparte su origen modesto, su
ascenso vertiginoso, sus métodos abiertamente ilícitos y una feroz asimilación
del poder que se manifiesta en un desmadrado e indiscreto uso del dinero.
Es “El lobo de Wall Street” el
enésimo relato americano de ascenso y caída de un personaje cuyos actos vienen impulsados
por una obsesiva codicia por reunir ingentes cantidades de dólares, solo que a
diferencia de los otros, sus movimientos nacen desde dentro del propio
sistema norteamericano y no desde los bajos fondos. Esta vez, estamos ante una
mafia sofisticada. De oficinas, tráfico de mercados e índices bursátiles.
Exenta de manchas de sangre que no sean aquellas que brotan de la propia nariz.
Y en esos terrenos, ya sean pantanosos u ostentosos, quien mejor se maneja es
Martin Scorsese, experto en narrar con el vigor y la violencia que merecen las
agitadas y excitantes vidas de aquellos que se mueven entre la abundancia y la
legalidad.
No deja de ser sorprendente que a
sus casi 72 años, Martin Scorsese, haya hecho su película más furiosa, salvaje
y arrolladora. Su carrusel de monólogos cara a cara con el espectador, de
aceleraciones y deceleraciones de cámara, imágenes congeladas, voces en off y
lujuriosos planos secuencia la convierten en heredera directa de las citadas
“Uno de los nuestros” y “Casino” más allá de sus amplias similitudes
argumentales. Pero si cabe, “El lobo de Wall Street” es más colérica y frenética
que aquel par de noventeras y modélicas cintas del género negro, puesto que
Scorsese antepone la montaña rusa de excesos provocada por Belfort a sus
métodos empleados para convertirse en un obsceno millonario (aunque se puede
averiguar en ella las causas y culpables de la posterior crisis económica
mundial).
Estamos pues ante el retrato avasallador de
un potro desbocado que se baña en billetes, esnifa montañas de cocaína,
proporciona barra libre de prostitutas a sus colegas y navega en yates
prohibitivos. Un vividor para el que el mercado de valores es sólo el tablero
de un juego y al cual sólo una película gigantesca e hiperbolizada en duración,
ritmo e interpretaciones puede hacer justicia. Como hibrido del Elmer Gantry de
“El fuego y la palabra” y del Gordon Gekko de “Wall Street”, este charlatán
fraudulento y forrado de dóalres no sería tan absolutamente atractivo sin la colosal y
entregada interpretación de Leonardo diCaprio, transmutado en un perfecto
Jordan Belfort y tendente a la sobreactuación y al histrionismo, el cual
rodeado de una idónea corte de súbditos (atención al gran papel de Jonah Hill)
hace de “El lobo de Wall Street” un orgía sin precedentes en la gran pantalla.
Scorsese adora al personaje y a
su condición de alimaña humana y el personaje brinda al director de Little
Italy la posibilidad de llevar a su máxima el estilo y el talento tras las
cámaras. Una mimetización de narrador-sujeto sin precedentes. Jamás hubo una
película sobre el poder tan agresiva como esta. Jamás Scorsese se mostró tan
intenso y desatado como con “El lobo de Wall Street”. Un septuagenario imparable con ganas, a estas alturas, de juerga máxima. Como las que todavía le quedan a Jordan Belfort después de consumir todo lo consumible.
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