“El amor es lo único que trasciende el tiempo y el espacio”. Es la doctora Brand (que encarna la oscarizada Anne Hathaway) quien pronuncia, en su monólogo sobre el amor como razón de todas las cosas, estas palabras que resumen a la perfección el motor de la epopeya espacial gestada por uno de los cineastas más abiertamente títanicos, atrayentes, grandilocuentes y también controvertidos del Hollywood actual, Christopher Nolan.
El responsable de títulos como “Memento”, “El truco final” o la saga de “El Caballero Oscuro” abraza en esta ocasión la ciencia-ficción dura y entiende que para que su compleja propuesta pueda llegar al espectador sin que este se apee en el camino debe compensar la exigencia científica formulada en su argumento con un motivo emocional que acompañe a ese viaje suicida al espacio exterior que emprende el personaje de Matthew McConaughey y compañía.
De ahí, la explicación de todo lo que sucede en el primer acto de “Interstellar”, dominado por el melodrama paternofilial en un mundo postapocalíptico recubierto de arena. Los ecos de Spielberg, el Zemeckis de "Contact" y Shyamalan (¿quién no recuerda aquí a “Señales”?), los mismos que ya existían en la reciente “Looper”, son un declaración de intenciones por parte de los Nolan (guión firmado a cuatro manos por Christopher y su hermano Jonathan) cuyo posterior salto al infinito encuentra justificado en amparar el futuro de una modesta familia de granjeros huérfana de madre. O lo que es lo mismo, la búsqueda de la supervivencia del planeta Tierra provocada por una pelirroja e inocente niña. Una construcción argumental puramente ochentera y familiar.
En esas labores de cabeza de familia encontramos al cada vez más importante Matthew McConaughey (Cooper), piloto e ingeniero antes que granjero y protagonista de la providencial misión espacial. Será su personaje (y nosotros con él) el que reciba todas las lecciones básicas de astrofísica y ciencia por parte de un imponente elenco de secundarios que va desde Michael Caine hasta Wes Bentley o William Devane pasando por Anne Hathaway y alguna sorpresa que no conviene desvelar. Es aquí cuando sale a relucir el Nolan como narrador más sobreexpositivo (principal vicio achacable al cine del director de “Origen”), preocupado en darnos unas cuantas nociones de teoría de la relatividad, gravedad y física cuántica. Pero, por fortuna, también el narrador empeñado en hacernos sentir la inquietud y la responsabilidad del sacrificio de la misión. De anteponer lo íntimo a lo colosal.
Eso es algo que el director británico parece conseguir plenamente en la segunda toma de contacto del personaje de Cooper con las grabaciones enviadas al espacio por su familia. Sensaciones a flor de piel. Audiencia en el bolsillo.
A partir de ahí los agujeros negros, los agujeros de gusano, la colonización de planetas inexplorados, los robots monolíticos, las diferentes dimensiones o la paradoja de los gemelos y el envejecimiento puestos en teoría anteriormente, bien en forma de papeles agujereados o croquis improvisados en una pizarra, pasan a formar parte del mecanismo impulsor de una asombrosa y magistral odiséa espacial deudora de otros relatos del género como “Solaris” o de la tensión abismal de la reciente "Gravity", con una técnica insuperable (junto a su diseño de producción cabría destacar también la música de Hans Zimmer y la fotografía de Hoyte Van Hoytema) y en la que ya no importa tanto haber aprendido la física que da pie al relato como estar atrapado por la puesta en imágenes de esta hazaña interplanetaria que por grande que sea solo quiere decirnos que el amor es lo que mueve el universo.
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