El rey volvió a coronarse. Desde “Shakespeare in Love” en 1999, la Academia de Hollywood no había vuelto a rendirse a los encantos de la flema británica. Curiosamente, aquella edición supuso el descubrimiento de las infalibles estrategias del orondo productor Harvey Weinstein cuyas artes eran capaces de impedir que directores tales como Spielberg ganasen el Oscar en favor de comedias ligeras rodadas en las islas de la reina madre.
Cuando todo el mundo daba por sobrada campeona a la muy lúcida red social de Fincher y Sorkin, apareció un rey tartamudo metido en una película pequeña, correcta y sobria titulada “El discurso del rey”, la típica producción británica habituada a figurar entre las nominadas pero cuyo academicismo exacerbado y su extrema moderación siempre le impedían un logro mayor que el de algún premio interpretativo aislado.
“El discurso del rey”, contra pronóstico, recopiló todos los premios de los Gremios Cinematográficos que marcan el devenir de los Oscar y desde ese momento nadie le discutió un premio que hasta entonces Fincher tenía en el bolsillo.
Es cierto que sería injusto señalar a Weinstein como el único responsable del Oscar conseguido por la historia del rey Jorge VI y un error olvidar las virtudes (que son muchas) de la película de Tom Hooper, sin embargo el tiempo dirá que obra del 2010 tenía más “hechuras” de clásico, si un emocionante pero contenido film de aire british, o un ágil y actual relato de un Foster Kane moderno llamado Mark Zuckerberg.
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Justamente citas dos años en los que la película que ganó era casi la que menos lo merecía de todas las nominadas. Anoche triunfó la mediocridad, salvo por sus actuaciones, una película del montón.