Sólo Pedro Almodóvar podía permitirse un ejercicio de contorsionismo como el que supone su último trabajo, “La piel que habito”, una obra valiente, temeraria, desbordante, retorcida, extravagante, bizarra, que camina siempre en esa delgada línea que separa lo genial de lo ridículo y dueña de una enorme capacidad para generar el desconcierto y la atracción a partes iguales hasta perturbar los sentidos del espectador.
Partiendo de la novela del francés Thierry Jonquet, “Tarántula”, sobre la que Almodóvar llevaba más de una década trabajando, “La piel que habito” se muestra, a primera vista, como un cambio radical en la carrera del manchego, que por primera vez hilvana géneros inusuales en su filmografía como el terror, la ciencia-ficción o el thriller, para, sin embargo, narrar a la postre una historia en cuyos giros y revelaciones se vuelven a dar cita algunas de las obsesiones melodramáticas principales del cineasta como el deseo carnal o la identidad sexual. La historia enfermiza y demente , no exenta de dilemas morales, del cirujano plástico Robert Legard (un contenido Antonio Banderas) y su investigación para lograr la piel humana más resistente (he oido “macguffin”) sobre Vera (Elena Anaya) a la que mantiene encerrada en su mansión con el fin de llevar a cabo sus experimentos, permite a Almodóvar jugar con estos géneros sin ataduras, dando rienda libre a sus motivaciones como cineasta (no faltan interrupciones al servicio de la comedia, interpretaciones musicales, etc) y realizando anárquicas piruetas de guión (esos flashbacks, esos continuos y sorprendentes giros argumentales ) hasta convertir a “La piel que habito” en lo que podría definirse como un dramático y folletinesco cuento de horror.
No es, únicamente, este peculiar híbrido de géneros lo que define la personalidad de “La piel que habito”. Encontramos aquí al realizador depurado y estilizado en que Almodóvar se convirtió desde “Todo sobre mi madre”, siendo ésta su película más lujosa y elitista, de gustos refinados que suponen una fuerte contraposición con lo grotesco de algunas de sus situaciones (ay, ese tigre con acento brasileño…). Chanel, Jean Paul Gaultier, Louise Bourgeois y Alice Munro abrazan el universo Almodóvar hasta formar una todavía más asombrosa atmósfera de referencias antagónicas a las que sólo el manchego podía combinar sin que su película se resintiera.
A este cúmulo de referentes convendría sumar los espejos cinéfilos sobre los que “La piel que hábito” se mira. La locura del científico de “Frankenstein” (James Whale, 1931), los experimentos quirúrgicos motivados por el dolor de “Los ojos sin rostro” (Georges Franju, 1960), el cautiverio de “El coleccionista” (William Wyler, 1965) a la cual Almodóvar ya se aproximó en “Átame”, la transformación femenina malsana y necrófila de “Vértigo” (Alfred Hitchcok, 1958), y el terror gótico del género giallo. También una elegancia en la puesta en escena digna del mejor Hitchcock. Elementos para completar el, ya de por sí, fuerte y marcado universo que atesora “La piel que habito”.
En sus excesos está la virtud de esta película única, a veces delirante, a veces brillante, no particularmente bien interpretada y sobre todo perturbadora, con la que Almodóvar ha jugado todas sus bazas sin concesiones ni dudas y sin perder tiempo para alimentar su ego (aquí no hay “Chicas y maletas”). Una obra arriesgada donde el manchego alcanza el súmmum de su expresión visual confirmándolo como uno de los grandes de la realización cinematográfica al tiempo que marca taxativa y definitivamente sus señas de autor para regocijo o desesperación del espectador. Una obra singular de un cineasta inimitable.
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